Mes: junio 2016

Gente

Lugares-llenos-de-gente-que-te-agobiarán-598x391

 

¿Qué queremos decir cuando decimos gente? Sí, hablo de política o algo así. O no, que a saber de que hablo cuando me pongo a hablar, que es que ni sé de lo que hablo y hay que ver cómo tengo la cabeza, grande y mollar, sobre todo.

Volvamos a la gente. La gente de ahora fue el pueblo español de antes de ayer, la ciudadanía de ayer y todos los españoles de la carcundia de hoy, que los patriotas de latón y papel moneda siempre hablan de los españoles, de todos los españoles o de los españoles decentes, comiéndose, como acostumbran, el todo por la parte y no dejando ni los huesos.

La nueva política habla de gente, y a eso es a lo que vamos, y uno se imagina gente pulcra, personas sonrientes y limpias, ni muy jóvenes ni muy viejas, muy puestas en nuevas tecnologías y toda la pesca (electrónica, por supuesto, digo de esta pesca), con exquisitas excursiones molómanas a Spotify  y la frecuencia de Radio 3 sintonizada todo el día (y toda la noche) en el Iphone y con la sonrisa y el buen rollo puestos nada más levantarse de la cama. La nueva política habla de trabajadores y trabajadoras, de gente sencilla, de precariado y de autónomos y no puedo evitar el imaginarme gente pulcra, personas sonrientes y limpias, ni muy jóvenes… y todo lo mismo que antes hasta llegar a Iphone. Culpa mía, seguro, culpa de mi imaginación limitada y de mis prejuicios de resentido social.

La nueva política habla de la gente y no puedo eludir la sospecha traidora de que la nueva política no tiene puñetera idea de quién y de qué es la gente. No diré que a la gente, pero sí que a mucha gente le huelen los pies o tiene alitosis o las dos cosas, que mucha o poca gente o vete a saber cuánta mastica con la boca abierta o gusta de arrearse una copa de aguardiente antes de subirse al andamio o escucha a Camela o a Pimpinela a toda pastilla o llora con las tribulaciones de Belén Esteban o sueña con entrar a Gran Hermano o solo escucha a Satie o solo compra libros de autores marxistas de los 70 o se pone ciega a hamburguesas o languidece ante la tele horas y horas o se desgasta el culo y los codos estudiando o se mata a pajas viendo porno en Internet o trabaja doce horas en una fábrica para llegar a una casa pequeña y sumergirse en el descanso burro y bruto de quien no tiene futuro porque no tiene tiempo para el presente o se emborracha los fines de semana hasta doctorarse en carreras a cuatro patas o folla como si no hubiera mañana o camina con una tristeza vieja y profunda que vacía la mirada o salta y ríe sin motivo porque le sale del cuerpo o afila un cuchillo de cocina mirando sus venas o escucha los rugidos de su estómago vacío y de su ira antigua o de su derrota inevitable o se bebe una cerveza con la avidez de un náufrago en el desierto a dieta de polvorones o deja pasar los días esperando el último día o… sí, también escucha Radio 3 o peina canas, una a una, para retrasar el momento de lucir el mismo cráneo que sus amigos muertos (y amigas muertas). O vota a ladrones (y ladronas) y a liberticidas o se queda en su cosa y no vota a la nueva política o se echa unas risas a costa de la nueva y la vieja política mientras  canta unos goles con la pasión de un adolescente salido o hace lo que quiere o hace lo que no quiere o hace lo que no tiene más remedio que hacer o hace lo que no debe o hace lo que tiene que hacer.

Es la gente, es lo que hay, es lo que somos.

Eso sí, poca gente luce tan bien como un hipster con la barba bien cuidada y unos tatús molones en los bíceps, las cosas como son.

Vale, lo confieso, me matan los años que ya no cumpliré y la envidia cochina que nunca me abandona.

 

Dolor

Dolor

 

Dicen que el mejor remedio para un dolor de cabeza, en el caso de ser un santo varón como yo, es una buena patada en los huevos. No discutiré la eficacia del remedio, pero sí afirmo que no hay dolor de cabeza que aminore los efectos de un puntapié en el escroto.

La patada en los huevos la recibí, contundente, brutal, el pasado domingo por la noche, cuando comprobé que la mala gente había ganado las elecciones y que los perdedores (y perdedoras) seguíamos como estábamos, de derrota en derrota hasta la victoria final de los malos (y las malas).

El dolor de cabeza fue al día siguiente por la tarde: Italia le pasa por encima a la selección española de fútbol y unos cuantos millonarios de vuelta a casa. Estos, a diferencia de los míos (y las mías) van de victoria en victoria hasta la derrota final. El mismo resultado para diferentes itinerarios, aunque los derrotados de pantalón corto siguen ingresando millones en sus cuentas corrientes y quedarse sin trofeo pero con pan (tostado y con caviar por encima) duele menos, sospecho.

Mi escaso ardor patriótico y mi discutible pasión futbolera no hubieran frenado en mi ánimo, en otro tiempo, un cierto desasosiego, un difuso malestar cual ligero dolor de cabeza, un mecachis vaporoso, un asomo de lamento ante la derrota de los Del Bosque, que dicen los cronistas (y las cronistas) deportivos (y deportivas). Pues oye, como si nada. Por mí, los italianos podrían haberles metido once (goles) y me hubiera quedado tan tranquilo.

Y tranquilo estoy y caminando con las piernas abiertas y los huevos escocidos por la patada en la entrepierna que me dieron el domingo. Definitivamente, un dolor de cabeza no alivia los efectos de una coz en los cojones.

A ver cuándo se pasa, que esto es un sinvivir.

 

 

DEPRESIÓN

Depresión

Deprimido ando con los resultados electorales de ayer domingo. ¿Quén me lo iba a decir? Debería deprimirme, y tal vez lo estoy, por los cinco años de desempleo, que no de paro, que llevo en la espalda como una pesada mochila cada vez más llena de mierda. Debería deprimirme por los cigarrillos que no me fumé y no me fumaré. Debería deprimirme por el asomo de tristeza que, a veces, entreveo en alguna mirada de mis hijos. Debería deprimirme por esa autocompasión estúpida que, en ocasiones, me ahoga y me hace boquear como un besugo fuera del agua. Debería deprimirme por mi incapacidad para hacer felices, aunque sea por un rato, a quienes quiero. Debería deprimirme por el tiempo que pasa y me viste de arrugas, de canas y de piel muerta.

Pero no, estoy deprimido por los muchos votos de más a ladrones y liberticidas que nos seguirán gobernando con toneladas de mala leche, peor voluntad y bordería sin límites entre nubes de caspa y de incienso rancio.

Es que es para deprimirse, coño, no me digáis que no.

En cualquier caso, si hubieran ganado quien creo que son los míos (y las mías), habría continuado con mi vida de mierda hasta el final de los finales.

No hay nada tan deprimente como algunas certezas.