¿Qué queremos decir cuando decimos gente? Sí, hablo de política o algo así. O no, que a saber de que hablo cuando me pongo a hablar, que es que ni sé de lo que hablo y hay que ver cómo tengo la cabeza, grande y mollar, sobre todo.
Volvamos a la gente. La gente de ahora fue el pueblo español de antes de ayer, la ciudadanía de ayer y todos los españoles de la carcundia de hoy, que los patriotas de latón y papel moneda siempre hablan de los españoles, de todos los españoles o de los españoles decentes, comiéndose, como acostumbran, el todo por la parte y no dejando ni los huesos.
La nueva política habla de gente, y a eso es a lo que vamos, y uno se imagina gente pulcra, personas sonrientes y limpias, ni muy jóvenes ni muy viejas, muy puestas en nuevas tecnologías y toda la pesca (electrónica, por supuesto, digo de esta pesca), con exquisitas excursiones molómanas a Spotify y la frecuencia de Radio 3 sintonizada todo el día (y toda la noche) en el Iphone y con la sonrisa y el buen rollo puestos nada más levantarse de la cama. La nueva política habla de trabajadores y trabajadoras, de gente sencilla, de precariado y de autónomos y no puedo evitar el imaginarme gente pulcra, personas sonrientes y limpias, ni muy jóvenes… y todo lo mismo que antes hasta llegar a Iphone. Culpa mía, seguro, culpa de mi imaginación limitada y de mis prejuicios de resentido social.
La nueva política habla de la gente y no puedo eludir la sospecha traidora de que la nueva política no tiene puñetera idea de quién y de qué es la gente. No diré que a la gente, pero sí que a mucha gente le huelen los pies o tiene alitosis o las dos cosas, que mucha o poca gente o vete a saber cuánta mastica con la boca abierta o gusta de arrearse una copa de aguardiente antes de subirse al andamio o escucha a Camela o a Pimpinela a toda pastilla o llora con las tribulaciones de Belén Esteban o sueña con entrar a Gran Hermano o solo escucha a Satie o solo compra libros de autores marxistas de los 70 o se pone ciega a hamburguesas o languidece ante la tele horas y horas o se desgasta el culo y los codos estudiando o se mata a pajas viendo porno en Internet o trabaja doce horas en una fábrica para llegar a una casa pequeña y sumergirse en el descanso burro y bruto de quien no tiene futuro porque no tiene tiempo para el presente o se emborracha los fines de semana hasta doctorarse en carreras a cuatro patas o folla como si no hubiera mañana o camina con una tristeza vieja y profunda que vacía la mirada o salta y ríe sin motivo porque le sale del cuerpo o afila un cuchillo de cocina mirando sus venas o escucha los rugidos de su estómago vacío y de su ira antigua o de su derrota inevitable o se bebe una cerveza con la avidez de un náufrago en el desierto a dieta de polvorones o deja pasar los días esperando el último día o… sí, también escucha Radio 3 o peina canas, una a una, para retrasar el momento de lucir el mismo cráneo que sus amigos muertos (y amigas muertas). O vota a ladrones (y ladronas) y a liberticidas o se queda en su cosa y no vota a la nueva política o se echa unas risas a costa de la nueva y la vieja política mientras canta unos goles con la pasión de un adolescente salido o hace lo que quiere o hace lo que no quiere o hace lo que no tiene más remedio que hacer o hace lo que no debe o hace lo que tiene que hacer.
Es la gente, es lo que hay, es lo que somos.
Eso sí, poca gente luce tan bien como un hipster con la barba bien cuidada y unos tatús molones en los bíceps, las cosas como son.
Vale, lo confieso, me matan los años que ya no cumpliré y la envidia cochina que nunca me abandona.